La Antigua Cárcel Provincial de A Coruña y el (S8): dándole la vuelta al panóptico

Ocho meses después del cierre de la Cárcel Provincial de A Coruña, se celebraba en sus instalaciones recién abandonadas un evento cultural: el (S8). Mantas, calendarios, pintadas de los presos que hasta hacía poco seguían allí, testimoniaban la función que ese espacio había cumplido durante tantos años, y convivían con la energía nueva que entraba en la cárcel. Es importante que,  mientras esto pasaba,  no se hubiese producido el lavado de cara que convierte a las instituciones y factorías abandonadas en asépticos centros culturales, disociando al espacio de su significado y de su relación con el poder. Un ambiente, el de las celdas, que no deja entrar el aire corporativo (muchas veces viciado) que rodea a las instituciones de la cultura, las separa de la realidad, y las convierte en burbujas desde las que se hace como si no pasara nada. Un espacio, el de la antigua cárcel provincial, del que no se borraron las huellas de la privación de la libertad, de lo marginal, unas huellas que nos pueden ayudar a mantenernos alerta en un mundo en el que los ciudadanos viven sujetos a mil sutiles e inquietantes formas de control.

Al margen de los presos “célebres” – hace 60 años en esta prisión murieron, a garrote vil, personas como el último guerrillero gallego, Foucellas, o el secretario del PCE de Galicia, Gómez Gayoso- es importante hablar de la cárcel misma, lo que es una prisión. Un lugar en el que “se esconde” lo que no debe ser visto, para poder vigilarlo mejor. De lo que habla Foucault en Vigilar y Castigar, retomando el panóptico de Jeremías Bentham: ese edificio que permitía vigilar constantemente a los presos, sin ser vistos, para provocar un estado de alerta que ahogara la rebelión antes de que esta naciera. Una nueva tecnología de observación que trascendería al ejército, a la educación y a las fábricas, todo un teatrillo del mismo sistema mediante el cual el poder hace la jugada maestra de que sea el propio individuo el que se vigile y extinga en sí toda subversión.

Aún cuando el edificio no esté estructurado al modo del panóptico de Bentham, la idea es simbólica con respecto a ese ojo que todo lo ve. La misma idea que encontramos a la orden del día en las cámaras que vigilan las calles, en la telerrealidad, en los satélites. Algo de lo que es importante ser conscientes, y el motivo por el cual es significativo que en esta cárcel, con todas las señas de identidad que permiten recordar a qué se dedicaba el lugar, la dirección de las fuerzas cambien: el lugar de cuarentena y vigilancia permanente abre sus puertas, y en vez de ser un espacio en el que ser vistos, se convierte en un lugar para ver. Para ver de una forma plural, y para ver precisamente todo aquello que no transita las vías del marketing que decide por todos que es lo que debe ser visto.

Volver del revés el panóptico, hacer que las compuertas se abran para que la savia nueva brote de nuevo en este espacio. Este es el espíritu con el que el (S8) toma la cárcel, la convierte en su centro de operaciones e invita a todo el mundo a entrar en ella. Entendiendo así los restos de su pasado no como un decorado morboso, postmoderno y cool, ni como un parque temático. Sino como un contexto en el que ser conscientes de la necesidad de un espíritu crítico y rebelde, como personas, como espectadores y como cineastas, contemplando y participando de un cine libre, radical, vanguardista y subversivo.

Por eso es vital que la cárcel sea un lugar recuperado -y reconquistado- para todos, donde puedan ocurrir cosas, donde penetre la luz -de los proyectores, en este caso- donde se vea la libertad creativa que hay en el mundo, la que se respira en la periferia. En vez de volver a replegarse sobre sí misma, pero esta vez en forma de refugio elitista y lujoso, en el que se entra a fuerza de talonario.