Las catedrales invisibles de Joseph Cornell
Por Jonas Mekas

¿Cómo escribir sobre las películas de Joseph Cornell? ¿Dónde encontrar tanta gracia, tanta ligereza, tal falta de pretensión, tal claridad? Mi máquina de escribir está aquí, delante mío, y es real. El papel, las teclas son reales. Busco las palabras, letra por letra. Para rendir tributo a un gran artista.

Una de las cosas más asombrosas de la obra cinematográfica de Cornell –y él es el primero en señalarlo, en recordármelo– es que hay otras personas envueltas en la realización de sus trabajos, ya sea fotografiándolos o montándolos. Pero cuando uno los ve (nueve de ellos fueron exhibidos en los Archivos de Antología Cinematográfica, el fin de semana pasado), las mismas e inconfundibles cualidades cornellianas los distinguen a todos. Hablé con Stan Brakhage, que se ocupó de la cámara de algunas películas de Cornell, y me dijo que, en efecto, él había sostenido la cámara, pero sólo había sido un medio que seguía todas las indicaciones, los movimientos, las sugerencias que hacía Cornell: Cornell no tocaba la cámara, pero ejecutaba cada uno de los movimientos que hacía Brakhage, filmaba cada una de las escenas. Rudy Burckhardt, que fotografió un buen número de películas de Cornell, relata la misma experiencia.

Sí, este invisible espíritu de un gran artista se cierne sobre todo lo que hace: un cierto movimiento, una cierta cualidad que se impone sobre todo lo que toca. Cuando entra en contacto con el público, esta cualidad se eleva de su obra, como una bruma dulce, y nos alcanza a través de nuestros ojos, de nuestra mente. La bruma de Cornell (el arte es el opio del pueblo…), la fragancia de Cornell es única y, a la vez, muy simple, muy humilde. Es tan humilde que no es de extrañar que sus películas hayan pasado inadvertidas a través de las sensibilidades más burdas de los espectadores, las sensibilidades de aquellos que necesitan un bombardeo intenso y estruendoso de sus sentidos para percibir alguna cosa. Las películas de Cornell son la esencia de la película casera. Tratan de cosas que están muy cerca de nosotros, cada día y todos los días. Pequeñas cosas, no cosas grandes. No nos habla de la guerra, de emociones tormentosas, de encuentros o situaciones dramáticas. Sus imágenes son mucho más simples. Ancianos en los parques; un árbol lleno de pájaros, una niña vestida de azul, mirando a su alrededor en la calle, con mucho tiempo entre las manos; agua que gotea en la superficie de una fuente; un ángel en los cementerios, de rostro dulce, debajo de un árbol, una nube pasa sobre sus alas. Qué imagen. Pasa una nube, tocan ligeramente el ala de un ángel. La imagen final de Angel es, en mi opinión, una de las metáforas más bellas que ha producido el cine.

Las imágenes de Cornell son todas muy reales. Aun cuando han sido sacadas de otras películas, como en Rose Hobart (1936), parecen adquirir el don de la realidad. La irrealidad del Hollywood es transportada a la irrealidad cornelliana, que es, a su vez, extremadamente real. He aquí una evidencia del poder del artista para transformar la realidad eligiendo, escogiendo sólo aquellos detalles que corresponden a algún movimiento sutil o visión interior, a un sueño. No importa lo que filme, ya sea una realidad totalmente “artificial” o fragmentos de una realidad “auténtica”, las transforma paso a paso en nuevas unidades, en nuevas cosas, en cajas, collages, películas, sin que haya otra cosa en el mundo que se le parezca. He visto estas películas en proceso de tomar forma en el estudio de Cornell, a través de los años, mientras las creaba, o quizás mientras se organizaban desde el sueño de la materia terrestre, de cosas que la gente tira, o a las que no presta atención o pasa sin mirarlas dos veces, dándolas por sentadas –ya sea una bandada de pájaros, o el ala de un ángel, o una muñeca melancólica en el escaparate de una tienda–, la gente siempre se interesa por las cosas importantes…

Ah, pero no me interpreten mal a causa de lo que escribo sobre las pequeñas películas de Cornell ni por la aparente simplicidad de las películas en sí. No crean ni por un momento que son el trabajo de un artista “casero”, de un aficionado al cine. No, las películas de Cornell, como sus cajas, como sus collages, son el producto de muchos años de trabajo, de coleccionar objetos, de pulirlos, de atesorarlos. Crecen, como crecen ciertas cosas en la naturaleza, poco a poco, hasta que llega el momento de darlas a la luz. Como todo lo que hace Cornell. Como su estudio, como su sótano. Allí, en su sótano, me detuve a contemplar, asombrado, toda clase de pequeños objetos en increíbles cantidades: marcos, cajas, carretes; pequeños objetos misteriosamente apilados y fragmentos de cosas, sobre las paredes. Las mesas, las cajas, en el suelo, en bolsas de papel, sobre las sillas y los bancos; donde quiera que mirara veía cosas misteriosas que crecían poco a poco. Algunas solamente acababan de nacer, uno o dos detalles, un trozo de fotografía, el brazo de una muñeca, otras habían alcanzado una etapa más adelantada e incluso otras estaban casi terminadas, casi respiraban (sobre la mesa había un montón de objetos que una niña había dejado caer cuando visitó el estudio, hacía varios meses, y Cornell no los había tocado: pensaba que la creación era perfecta); el lugar parecía un mágico invernadero de flores y capullos de arte. Y allí estaba el propio Joseph Cornell, caminando dulcemente entre ellos, tocando uno, tocando otro, o quitándoles el polvo –el jardinero– para que crecieran y se convirtieran en frágiles, omnipresentes, sensibles, sutiles, perfecciones.

Una vez tuve la necedad de preguntar a Cornell las fechas exactas de terminación de sus películas. ¿Cuándo fue hecha Cotillion (1938)? ¿Cuándo fue hecha Centuries of June (1955)? No, dijo Cornell, no me pregunte las fechas. Las fechas atan las cosas a ciertos puntos. Por cierto, ¿cuándo fue hecha? En algún momento…, hace muchos años… ¡Y allí estaba yo, un necio, haciendo una pregunta estúpida! ¡Las fechas! El arte de Cornell es independiente del tiempo, a la vez en su proceso de convertirse en arte y en lo que es. Sus obras –ya sean sus cajas, sus collages, sus películas– tienen el don de estar situadas en alguna región suspendida del tiempo, como si fueran extensiones de nuestra “realidad” en otra dimensión donde la misma pudiera fijarse. Nuestras dimensiones vienen y van; las dimensiones de Cornell permanecen y siempre pueden volver a ser tocadas por la sensibilidad de aquellos que contemplan su trabajo. Sí, espacios, dimensiones. No es sorprendente encontrarse en la obra de Cornell tantas cosas relacionadas con la geometría y la astronomía. Esto se debe a un intento de reencontrar nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestros sueños, nuestros estados de ánimo, en otra sutil dimensión desde donde puede volver a reflejarse en nosotros en el lenguaje musical de las esferas.

O como las niñas, las niñas extemporáneas del arte de Cornell, que son ángeles o criaturas, en todo caso están en esa edad en la que el tiempo queda suspendido, deja de existir. Las ninfas no tienen edad y tampoco la tienen los ángeles. Una niña de diez años, vestida de azul, en un parque, sin nada que hacer, con mucho tiempo entre las manos, mirando a su alrededor en un sueño sin tiempo.

¿Dónde estaba? Hablaba de las películas de Joseph Cornell, o al menos, pensé que hablaba de ellas. Hablaré de ellas por mucho tiempo. No hay muchas cosas sublimes como éstas a nuestro alrededor para que podamos hablar de ellas. Sí, se habla de catedrales, de civilización. ¿Cómo se llama? ¿Profesor Clark? Las catedrales de hoy, donde quiera que estén, son muy poco imponentes, muy poco dignas de atención. Las cajas, los collages, las películas caseras de Joseph Cornell son las catedrales invisibles de nuestro tiempo. Es decir, casi invisibles, como todas las mejores cosas que el hombre puede hoy encontrar: son casi invisibles, a menos que se les mire.