Ernie Gehr. Aquí no hay blockbusters, solo expansores de la mente.

Ernie Gehr (Foto: Chang W. Lee/The New York Times)

por Manohla Dargis

Hay múltiples adjetivos que encajan con el trabajo fílmico y digital de Ernie Gehr: abstracto, hermoso, misterioso, vigorizante, utópico. Una obra que también puede ser evasiva: ¡eso no es malo! Su película de 14 minutos History (1970), por poner un ejemplo extremo, consiste mayormente de lo que parece en una centelleante mancha negra y gris que trae a la mente la alucinación del cielo de una noche en el desierto, como van Gogh de tripi, Lo que estás mirando, y posiblemente en lo que te estás perdiendo, no es una representación de algo fuera de la cámara, sino la película en sí misma: las nubes tintadas de película a color y el grano arremolinado en blanco y negro que componen la imagen que ves.

En una entrevista con el cineasta Jonas Mekas en 1971, Gehr explica cómo, para hacer History, sujetó tela negra en frente de una cámara de cine sin lentes (“su dispositivo de formación de imágenes”), usando una luz para iluminar la tela. Mekas no pregunta por qué no usó lentes, porque comprende las implicaciones de la visión granular de Gehr. “History se acerca”, dice Mekas, “a no ser nada más que la realidad del material fílmico y de las herramientas en sí mismas”.

El cineasta Michael Snow, que es también un maestro de este arte, lo explica de manera más simple: “¡Por fin, la primera película!”

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Gehr habla sobre su ethos como cineasta en las notas para un programa en el Museum of Modern Art en 1971. “Cuando empecé a hacer películas”, escribe, “creía que las películas debían tener imágenes de cosas si se quería que significaran algo”. Cambió de idea después de empezar a filmar, al darse cuenta de que lo que normalmente hacía el cine era funcionar como un vehículo para registrar eventos. “El cine tradicional y de vanguardia enseña que las películas son una imagen, una representación”. Pero para Gehr el cine era algo en sí mismo, no una imitación o un reflejo de la vida, sino la encarnación de la vida de la mente. “No es un vehículo para ideas ni retratos emocionales fuera de su propia existencia como idea expresada”, continúa. “El cine es una intensidad de luz variable, un equilibrio interno de tiempo, un movimiento dentro de un espacio dado”.

 

En su ensayo de 1960 “Pintura modernista”, el crítico de arte Clement Greenberg escribió que “cada arte debe determinar, a través de sus propias operaciones y obras, sus efectos inherentes”. Casi desde el comienzo de su carrera como cineasta Gehr abrazó esta afirmación modernista, evitando la narrativa mainstream para hacer películas en las que el grano burbujeante, las manchas de color y los pulsos de luz son la atracción principal. Incluso cuando hay gente en sus películas, como ocurre en su film en blanco y negro Reverberation (1969), que muestra a una pareja de pie y luego sentada en una calle de la ciudad entre remolinos de grano y luz, el énfasis no está en los humanos y sus historias, sino en los cuerpos y sus espacios.

 

Nacido en 1941, empezó a hacer películas en 8mm a mediados de los 60. El evento desencadenante, como cuenta a Scott MacDonald en su entrevista de 2002-3, fue un programa de películas de Stan Brakhage con el que Gehr se topó en Nueva York en una noche lluviosa. Los trabajos le emocionaron en parte porque en su abstracción y en su atención al color, la textura y el ritmo eran más cercanos a la pintura del siglo XX que a las películas, y empezó a buscar más de lo mismo. Al final terminó en el Millennium Film Workshop y tomando prestado un fotómetro del cineasta Ken Jacobs (con el que Gehr comparte el interés en el cine mudo). Mientras caminaba por Nueva York leyendo la luz, por así decirlo, Gehr descubrió “el carácter de la luz” y tomó consciencia sobre “la dependencia del cine de la luz”.

Este conmovedor, casi ingenuamente romántico interludio llevó a Gehr a hacer Morning (1968), una película en 16mm de colores lavados que rutinariamente se considera su primer film. Es una obra alegremente simple, que –como innumerables pinturas– toma como tema el espacio doméstico del artista, específicamente mientras la luz del atardecer fluye a través de la gran ventana hacia el loft que Gehr compartía con sus amigos. A lo largo del film de cinco minutos la luz late casi como si se encendiera y apagara, a veces inundando la habitación con luz cegadora, otras dejando el espacio casi a oscuras. Una y otra vez la habitación y sus objetos –una silla, un sofá, un gato que merodea– se hacen visibles, planean sobre el filo de la discernibilidad, o son casi tragadas por el negro.

 

Como otra película, Wait, que muestra dos personas sentadas en una mesa en una habitación, la luz latiendo a su alrededor, Morning explora tanto la percepción humana como la materialidad de la película. Gehr consiguió sus efectos jugando con el tiempo de exposición de cada fotograma a la luz, lo cual enfatiza que estamos viendo fotogramas individuales. (A esta cualidad individual contribuye el hecho de que sus películas se proyectan a veces a velocidades menores que los 24 fotogramas por segundo habituales.) En su ampliamente aclamada obra maestra temprana, Serene Velocity (1970), transformó un largo corredor institucional en un paisaje propulsivo, metafóricamente resonante, aumentando y disminuyendo la profundidad de campo, lo que alternativamente nos acerca y aleja de la puerta (una salida) al final del pasillo.

 

Desde 2004 Gehr trabaja exclusivamente en digital, una evolución contradictoria dados sus intereses a lo largo de los años. Aunque, como otros cineastas de vanguardia, Gehr se ha movido hacia el digital con gracia y está explotando su plasticidad en una investigación en torno a algunos de los mismos asuntos que han movido desde hace tiempo su trabajo fílmico. En Crystal Palace (2002, revisada en 2011), en lo que él llama una oda al “entrelazado digital”, desmonta una paisaje de majestuosas coníferas cubiertas de nieve en el lago Tahoe (y, brevemente, una casa roja) en partes nítidamente diferenciadas y planos visuales, aislando esos elementos de una manera que recuerda las capas de papel de un diorama. Aislando partes de la imagen lleva nuestros ojos hacia árboles individuales y copos de nieve que parecen suspendidos en el tiempo y el espacio.

 

En la magnífica Abracadabra (2009). Gehr reconfigura digitalmente cuatro películas mudas en forma de estallidos de color caleidoscópicos y movimientos extraños. En una parte hace bucles y superposiciones de imágenes transparentes de niños retozando fuera de una tienda de ropa, convirtiéndolos en múltiples fantasmas cinemáticos. En las otras partes divide la imagen –un barco atracado, un trayecto en tren, niñas bailando– convirtiendo así un lado en un reflejo espejado del otro, y para luego establecer un juego cinético entre ambas partes. El efecto final evoca el de los dispositivos precinemáticos como el estereoscopio (en el que dos imágenes se ven a la vez para crear una ilusión de profundidad), pero transpuesto a la era digital. Incluso cuando el cine sigue el mismo camino que la carne y es suplantado por el digital, la obra de Gehr afirma la persistencia del cine.