En el set con Murnau
Lotte Eisner recogió en su libro sobre Murnau las impresiones de Robert Herlt, que fue (junto a Walter Röhrig) el diseñador de los decorados de Fausto. Aquí seleccionamos unos extractos de las mismas que dan una idea de la fascinante personalidad del genio.
Un día recibí una nota invitándome a ir a ver a Murnau, que entonces estaba haciendo una película en los estudios de Tempelhof, cerca de Berlín. Cuando entré en el estudio, me sorprendió la tranquilidad que reinaba, pues en los días del cine mudo era costumbre construir los decorados al mismo tiempo que se rodaba, y normalmente había un montón de gente hablando a gritos, curiosos que pasaban por ahí y que nada tenían que ver con el rodaje. Pero allí no se veía a nadie más que al cámara y a uno de los actores, Alfred Abel, y también, en la oscuridad y en un aparte, a un caballero alto y delgado con una bata blanca de trabajo, dando instrucciones en voz muy baja. Ese era Murnau.
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Murnau dijo una cosa que jamás olvidaré. “El arte”, repetía a menudo, “consiste en eliminar cosas. Pero en el cine sería más correcto hablar de ‘enmascarar’. Pues cuando tú y Röhrig sugerís crear luz dibujando sombras, el cameraman debe también crear sombras. ¡Eso es mucho más importante que crear luces!”
Y cuando Carl Hoffmann iluminó el primer decorado de Fausto, Murnau dijo: “Ahora, ¿cómo vamos a conseguir el efecto del diseño? Aquí hay demasiada luz. Todo tiene que ser mucho más sombrío”.
Así que los cuatro nos pusimos a tratar de recortar la luz, con pantallas de 23 cm de ancho y 50 cm de alto. Las usábamos para definir el espacio y crear sombras en la pared y en el aire. Para Murnau la luz se convirtió en una parte de la dirección propiamente dicha del film. Nunca habría rodado una escena sin antes “ver” la luz y adaptarla a sus intenciones. Hoffmann ha hecho un uso magistral, desde entonces, de lo que surgió de todos y cada uno de los experimentos de Murnau.
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Aunque él mismo no era un técnico, Murnau, un “Rafael sin manos”, sabía lo que era posible conseguir. Y todo se hacía realidad simplemente porque él insistía en ello, y porque nos estimulaba para que fuésemos capaces de hacerlo. Creo que su calma imperturbable en el estudio se debía no solo a su sentido de la disciplina, sino a que poseía una pasión por el “juego” en sí mismo que es necesaria y esencial para cualquier actividad artística. Por ejemplo, construí un aparato de humo para la escena del cielo del prólogo de Fausto. El humo salía de numerosos tubos contra un telón de fondo de nubes; proyectores de luz de arco colocados en círculo iluminaban el humo para hacer el efecto de rayos de luz. Se suponía que el arcangel debía pararse en frente y alzar su espada refulgente. Lo hicimos muchas veces, y cada vez salía todo perfecto, pero Murnau estaba tan absorto en el placer de hacerlo que se olvidó del tiempo. El humo siguió fluyendo a través de los rayos de luz, hasta que el arcangel –Werner Fütterer– estuvo tan exhausto que ya ni podía alzar la espada. Cuando Murnau se dio cuenta de lo que pasaba sacudió la cabeza y se rió para sus adentros, y nos dio a todos un descanso.
Nunca había conocido a nadie que disfrutara más del extraño oficio de hacer películas tanto como Murnau, aunque se tomara su trabajo intensamente en serio.