Envíos de tiempo: algunos fragmentos para Jeannette


Hoy compartimos un texto del cineasta James Edmonds extraído del libro
Jeannette Muñoz. El paisaje como un mar, publicado por la Asociación Lumière (que podrá comprarse durante la Mostra), que hoy publicamos por cortesía de su editor, Francisco Algarín Navarro. Un repaso a uno de los proyectos que Muñoz expondrá en su cine conferencia: Fotogramas.

En el pie de foto de sus Fotogramas, una serie de ampliaciones de tira de película que contienen aproximadamente 5 imágenes, Jeannette Muñoz explica que cada trabajo consta de un cierto número de imágenes por segundo. El rango varía de las estandarizadas 24 imágenes por segundo hasta 50 –que podría causar un efecto parecido al ralentí si dicha película se proyectase. Estas tiras de película, Fotogramas, nos ofrecen una descripción del tiempo mediante una «única» imagen repetida, puesto que los fotogramas son, según Muñoz, «una realidad retenida». Cada trozo estático de película, incluso en su pie de foto, hace referencia a la interacción técnica dentro de un lugar y un tiempo concretos.

¿Qué es lo que retiene la película de la propia realidad, y de su engaño? La realidad es más bien algo que está en la película, o trata de la propia materia de la película.

En este último sentido, Muñoz nos enseña simplemente el material del cine, y con este gesto tan sencillo nos permite acceder a la intimidad de la visión de los cineastas de su trabajo –un trabajo que, normalmente, es una parte invisible de la forma cinematográfica- cuando este trabajo se encuentra en una bobina, en la mesa de montaje, en las manos. En la realidad de la película analógica, estos trabajos podría también representar la realidad extra-visual que sienten los cineastas cuando sostienen su película, ese sentido terrenal de lo concreto, en el que se apoya el aspecto inevitable del medio: la «otredad».

Dentro de las diferentes tradiciones del cine experimental, es recurrente la atención prestada a la especificidad del medio, y aunque Muñoz es una de las pocas cineastas contemporáneas que consiguen orientar esto hacia los afectos íntimos –equilibrando el descubrimiento de la metodología de la especificidad del medio con la cualidad inherente de la investigación que éste parece convocar cuando nos acercamos a él desde una perspectiva abierta y personal. La clave consiste en que ella permite que la cámara sea su herramienta primaria, un instrumento de búsqueda, incluso cuando ha habido una investigación previa o se han tratado temas históricos, directa o indirectamente.

Los Fotogramas, como los Envios (bobinas individuales dedicadas y regaladas físicamente a alguien –amigos, compañeros–), son pequeñas cápsulas de tiempo, liberadas o proyectadas a lo largo y ancho del mundo, en la mente del espectador. En este caso, encontramos una propuesta de continuidad a través de esa inmovilidad percibida como fotogramas aparentemente idénticos. Esta continuidad tiene que ver con el fragmento de película imaginado y con la consiguiente duda acerca de su posibilidad en tanto que realidad. (Incluso si imaginamos que no hay sutiles cambios de luz, ni siquiera el parpadeo causado por la planta movida por la brisa en esos planos estáticos, estamos convencidos de que el grano de película de cada fotograma de celuloide responde por su cuenta dentro en esta fracción de segundo registrada).

La contención de una temporalidad, dentro de un determinado fotograma, es lo que me lleva a pensar en el vínculo con el proyecto Envios; en los envíos, las entregas, los regalos en el presente. Como las propias imágenes, proceden de otro lugar y contienen una otredad intrínseca, si bien, cuando la película es descargada y desenrollada y se sostiene en la mano, es nuestra.

Imagino las películas de Jeannette como algo parecido a esta intimidad en cuanto al gesto creativo y la liberación a la intimidad pública en la proyección o la performance. (No es casual que presente sus proyecciones-performances directamente desde la propia mesa de montaje –si alguna vez existió el cine directo, sería éste). Y, sin embargo, no hay nada grandilocuente o sensacional en esos gestos modestos. Aunque las imágenes sean a menudo bastante impresionantes, su belleza no busca abrumar o recurrir al sensacionalismo. Son más bien un paso radical hacia esos silenciosos gestos cotidianos, la vida real nunca queda demasiado lejos ni del encuadre ni del contexto que rodea a su exhibición. Jeannette realiza gestos silenciosos. Complejos y de múltiples capas, a veces invisibles, pero nunca agotadores intelectualmente. Poseen una integridad que se apoya en la realidad inmediata del cine y de la cineasta, sin una pretensión –en el caso de los Envios, esta realidad del cine es casi literal, una realidad que viene dada. Es este sentido de la generosidad el que es quizá mejor recibido por el espectador. De hecho, no nos acercamos a estas películas en tanto que espectadores, sino más bien como compañeros de viaje –como testigos de los propios pensamientos y sentimientos de la cineasta, invitados a estar allí como uno más. Esencial en todo esto es la noción de fragmento –lo cual se ha convertido en la metodología general del trabajo de Muñoz. Nuestra experiencia de esos fragmentos existe en el tiempo, dentro de una película o dentro de una proyección, o bien en circunstancias diferentes, permitiendo que la vida real impregne el espacio que hay entre esos tiempos. Dentro de cada fragmento hay una apertura respecto al tema que nos hace observar, buscar, adivinar, de la misma manera que la cámara de Muñoz busca nuestra imaginación se dirige al mismo tiempo hacia los bordes de cada escena filmada, hacia lo que no forma parte del encuadre, hacia lo que sucede entorno a lo que se ha decidido filmar.

Por supuesto, la naturaleza de la fragmentación, en términos cinematográficos, podría resumirse como una discontinuidad o una disposición de múltiples momentos aparentemente no relacionados. Una vez más, las huellas de esta técnica o de este fenómeno se podrían encontrar a lo largo de la historia del cine de vanguardia, haciéndonos regresar al surrealismo, o, como atributo filosófico, a Walter Benjamin, pero lo que es más importante aquí, como espectadores esta técnica nos permite realizar una serie de lecturas en forma de asociaciones libres, pese a que conserven una relación muy personal con la cineasta.

Parece que las metáforas suelen llegar a nosotros a través de esas descripciones cotidianas. Las acciones emprendidas por un niño, o por un animal, pueden dar lugar a una serie de pensamientos sobre la localización y el contexto en el que se rodó la película. La chica que lanza piedras a un estanque o la niña que intenta hacer volar las semillas de un  consiguiendo únicamente que vuelvan a pegarse a su cara en East End (2002) –actividades que se convierten en tentativas inconscientes de liberar el propio tiempo, en momentos de asimilación material que, a través de nuestro compromiso con el fenómeno natural, se convierten en cápsulas del futuro y del pasado. El perro que se hace el muerto en la playa en Puchuncaví (2014-en curso) es una mímesis de esa profunda historia colonial que contemplamos en el mini-drama cotidiano en blanco y negro. En otra película de la misma serie, las olas chocan con las vigas de hierro de una estructura industrial a la que llega el mar. La cámara recorre toda la profundidad de este espacio interior como si se tratase de un pasillo, mientras que las olas dividen la borrosa profundidad del plano, por lo que resulta tentador convocar aquí la serena velocidad de Ernie Gehr. Hay otros ecos de un cine más formal en los zooms repetidos a través de una gran «ventana» rocosa hacia un paisaje industrial situado al fondo, con movimientos de ida y vuelta. Un fragmento arquitectónico natural enmarca la arquitectura industrial a través de un medio de la era industrial que produce imágenes: la propia cámara.

La activación o la interferencia con el entorno natural parece también volver como elemento estructurador en varias películas. En Villatalla (2011), la bella gama de verdes azulados de un bosque neblinoso situado junto a un silencioso y casi desierto pueblo de montaña conforma la sección de ritmo poético que ocupa la primera mitad de la película, retratando de manera casi exclusiva el entorno natural, con sólo unos pocos planos en los que vemos a los habitantes más ancianos llevando a cabo sus tareas diarias, que parecen haber estado repitiendo durante una buena parte de sus vidas. El paisaje de los humanos en medio del paisaje se vuelve gradualmente aparente sólo cuando las rápidas panorámicas por el bosque comienzan a seguir los cables eléctricos de un poste a otro –formando un eco con los planos anteriores en los que veíamos una telaraña enganchada a una amapola, es decir: la sedimentación de ambas especies introducida por medio de la apropiación en plena naturaleza. Los movimientos horizontales de la cámara casi parecen realzar este fenómeno, un instrumento que en sí mismo produce una serie de cortes a lo largo del paisaje natural –si bien este trabajo se realiza con cierta sutileza. Después de una panorámica vertical en la que entrevemos el pueblo, aunque sigamos dentro del bosque, empiezan a aparecer sus habitantes. La sensación de estar en un lugar recóndito y la lentitud tan simple de los movimientos de las pocas figuras, concentradas en sus actividades, sugieren que estas personas tan sólo son un elemento más del paisaje.

En su parte central, la flotante banda sonora de la película está formada por insectos, pájaros, etc.; ésta queda abruptamente interrumpida poco antes de que concluya una secuencia de planos. Las siguientes imágenes que vemos se han filmado en blanco y negro, y cuando vuelve la banda sonora, lo hace con sonidos mínimos y en cierto modo fríos de grillos trinando. Vemos a un anciano cortando la hierba en lo que parece un terreno bastante salvaje. Los seres humanos han vuelto a entrar en plano, esta vez como agentes activos del paisaje. Es casi como si la rica sustancia verde previa del material de la película fuera alterada desde dentro, desde un nivel imaginario más profundo que la emulsión en color vista con anterioridad.

Hacia el final de la película subimos al pequeño vehículo del anciano, situado fuera de plano, que pudimos ver en la parte anterior en color. Nuestra mirada comienza a movilizarse, de modo que contemplamos el paisaje como el telón de fondo de una mini «road movie»; el bosque está formado ahora por puras luces y sombras que recorre la cámara en mano. De nuevo, desaparece el sonido y, después de los últimos planos, volvemos al color. Los seres humanos están de nuevo ausentes, y la atención se centra de nuevo en algunas plantas en particular; la cámara realiza algunas panorámicas entre los arbustos y los pastos, como si pretendiera sonsacar una vez más una estructura a partir del caos de la naturaleza. Tras la experiencia de ese duro blanco y negro, el color del bosque parece ahora incluso más radiante, impregnado por una cálida luz dorada.

Un poco antes, en Villatalla, encontramos una breve secuencia en la que vemos a varios animales en cautiverio –un tema abordado con una reveladora profundidad en los ensayos de John Berger, el cual parece volver en varias de las películas de Muñoz. Está presente, de manera muy sorprendente, en strata of natural history (2012). En una compleja secuencia en la que vemos una serie de fragmentos que tratan asuntos aparentemente dispares, queda construido un ethos conceptual y visual a través de un corte que muestra la trágica historia del colonialismo, la jerarquía racial y la explotación. Nos introducen en el contexto de la película a través de la sinopsis que la acompaña, donde se afirma que «en 1881, un grupo de nativos kaweshkar de Tierra del Fuego fueron exhibidos en zoos humanos a lo largo de Europa, organizados por un comerciantes de animales salvajes de Hamburgo llamado Carl Hagenbeck».

Desde el comienzo de la película vemos fotos fijas de los nativos kaweshkar en Berlín en 1881, superpuestas con las imágenes filmadas de unos turistas señalando o tomando fotos y de un leopardo dando vueltas dentro de una jaula del Jardín Zoológico de Berlín, todo ello filmado en un riguroso blanco y negro. A esta breve secuencia le siguen los planos de un pájaro, según el texto un gran rhea, también originario de Tierra del Fuego, que ahora se encuentra en ese mismo zoo en Berlín. Según Wikipedia, este es un animal «en peligro de extinción», si bien se encontró extrañamente un grupo de ellos en Alemania, recientemente. No queda claro si esto es una consecuencia del cautiverio o no.

A pesar del sorprendente tema tratado en la secuencia del comienzo, clave para comprender el contexto de las imágenes, existe igualmente un punto de partida para comprender la naturaleza del lenguaje visual desarrollado a lo largo del resto de la película. En la siguiente secuencia encontramos movimientos de cámara desenfocados que siguen a una mujer y una niña, bañándose y jugando en una fuente pública. De nuevo, el texto nos informa de que se trata de la Fuente Alemana de Santiago, Chile –un monumento regalado por la colonia alemana para celebrar el centenario de la independencia de Chile en 1910. El propio monumento (que nunca vemos claramente en la película) muestra un barco en el que vemos a un joven en pie con el brazo extendido, como si dominara los mares. Parece que esto se ha interpretado como el progreso y el desarrollo de Chile. A su lado se sienta la diosa romana Victoria, personificando una metáfora sobre el triunfo de la libertad y de la soberanía de la nación. Este otro fragmento forma otra conexión a través de una información invisible. Está ausente en la propia imagen pero permanece activa en la mente del espectador informado, de modo que el tema subyacente contrasta con la realidad mostrada de una ligereza desafiante –la inocencia de lo cotidiano, asombrosa y triunfante.

La yuxtaposición de estos fragmentos retratan en cierto sentido a la propia cineasta, una chilena que actualmente reside en la Europa germánica, encontrando fragmentos de un pasado enterrado mientras viaja y permite que la cámara desvíe formalmente estas historias hasta el presente, equilibrando su poder jerárquico a la luz de la observación enigmática. Autoproclamada como una «cineasta a la deriva» Muñoz parece presentar estos fragmentos como sutiles exposiciones, como recuerdos de una historia oscura y, al mismo tiempo, como coincidencias poéticas que representan la simple verdad del momento-como-monumento, como si fueran postales enviadas desde otra realidad en la que el mar transporta los mensajes en constante reconfiguración.

En otras partes de strata of natural history, viajamos en el s-bahn de Berlín, contemplando una doble exposición a causa del reflejo de la ventana. Vemos un solo árbol en medio de un césped bien cuidado que se mantiene fuerte –quizá este lugar es otro monumento-, entreviendo lo que parece un búnker de hormigón en una panorámica horizontal, que reencuadra el paisaje por un momento.

Un barco turístico avanza lentamente por el Spree en Berlín, una avenida de árboles queda reemplazada por unos borrosos pilares de arquitectura clásica; los elementos visuales se vuelven más simbólicos y menos directos.

Sucede algo sorprendente al final de la película, cuando las fotografías de los kaweshkar regresan. La tristeza vacía que vemos en sus ojos parece ser un testimonio, más que nunca, de las indescriptibles experiencias sufridas –de la misma manera que los animales de Berger ya no son animales, estas personas, para nuestro horror, ya no pueden devolver la mirada a cámara en tanto que seres humanos. Esta vez vemos sus rostros y sus cuerpos en una serie de superposiciones que se solapan gradualmente con los planos de unos abedules. Quizá la fantasía imperialista-romántica del bosque europeo ha oscurecido su historia por completo, o tal vez sea al contrario –la violenta representación colonial, en este momento silente, habría florecido internamente, junto con la verdad atemporal de la naturaleza. Lo entendamos de una manera u otra, estos poderosos fragmentos continúan interactuando en el aquí y el ahora de un cine visual personal, en constante búsqueda y tan sólo aparentemente simple.

Un texto extraído de la publicación Jeannette Muñoz. El paisaje como un mar. ALGARÍN NAVARRO, F. (Ed.). Barcelona: Lumière, 2017.