Lo desconocido: Ben Rivers y las islas
La escritora argentina Maria Negroni, en su catálogo/puerta a otras dimensiones llamado Pequeño mundo ilustrado, tiene un epígrafe llamado “Islas” que bien puede valer para hablar de la obra de Ben Rivers. En el texto se dicen cosas como estas: “El mundo de Liliput, el País del Nunca Jamás son islas. También lo son la pista cerrada de la écuyère, los camafeos, los emblemas, los mundos perdidos o utópicos, es decir, los poemas que se hacen con los restos que trae el río incierto del lenguaje: todo aquello, en suma, que elimina el riesgo del contagio de la experiencia, al tiempo que maximiza las posibilidades de la visión trascendental”. Se puede decir entonces que las películas de Ben Rivers no sólo hablan de islas, sino que tienen con estas una relación mucho menos casual. Y digo menos casual, porque ellas mismas son islas: films que se hacen con lo que parecen restos de un naufragio de imágenes traídas por ese río incierto que es el cine para acercarnos a una suerte de visión transcendental. Que son en sí mismas un nuevo orden, el nuevo (y milenario) orden. Imaginan cosas de un futuro olvidado, brumosamente impresionadas sobre un soporte fotoquímico primitivo y milagroso. Que, como todas esas tecnologías mecánicas obsoletas, es (y sigue siendo) la figuración de sueños disparatados y salvajes como que un haz de luz produzca fantasmas que se mueven, que ondas invisibles transporten música por los aires o que se pueda conversar, océano mediante, por ventura de un cable que viaja por las profundidades submarinas. La única tecnología que puede registrar ese mundo utópico de espíritu neoludita que compone el archipiélago de la filmografía de Ben Rivers. info