Antonio Weinrichter.- Mark Rappaport

Antonio Weinrichter escribe sobre Mark Rappaport. Palabras de primera mano, que nos introducen ya en la primera Masterclass del (S8) impartida por el cineasta neoyorquino.


Mark Rappaport

Mark Rappaport se forma como montador y este oficio le permite mantenerse hasta que puede comprarse una cámara de 16 mm y comenzar su carrera de cineasta (y aún después, cuando atraviesa alguna mala racha). El “síndrome de la moviola” que contrae entonces puede explicar que acabe haciendo un cine de remontaje que recupera para el cine el principio radical del collage, base de las vanguardias historicas.

Pero esta faceta define la segunda fase de una carrera que se puede dividir en dos vertientes diferenciadas. Tras realizar una decena de cortometrajes, firma en 1973 su primer largometraje, Casual Relations. Su cine se encuadra dentro del movimiento experimental norteamericano, si bien debuta tarde para entrar a formar parte del canon del llamado underground USA. De hecho, sus películas llegan a los festivales de Europa por otros circuitos, sin beneficiarse de la caja de resonancia de la cooperativa y los escritos de Jonas Mekas: entrarían más bien dentro de la primera oleada de lo que hoy llamamos cine independiente (pero entonces no podían beneficiarse de esa etiqueta).

Una cosa que le diferencia de otras luminarias del underground (Brakhage, Anger y Smith, Warhol) es que Rappaport siempre ha hecho un cine narrativo, incluso hipernarrativo, y muy verbal. Un film suyo como Impostors (1979) es un trampantojo audiovisual que juega con nuestra percepción de sus diferentes hilos narrativos, mientras nos regala los oidos con una tupida red de diálogos brillantes y alambicados. El referente lejano es el que quizá sea el género favorito del cineasta, el melodrama clásico, modulado por la lectura manierista de un Douglas Sirk: si bien, aclara el propio Rappaport, los que él hace son melodramas secos y deshidratados. Y del melodrama a la ópera (dos formatos nada lejanos entre sí, por otra parte): otra película de Rappaport, Mozart in Love (1975), fue saludada por su audacia a la hora de tratar de manera irreverente la vida sentimental de Mozart, como una mera excusa para ofrecer una antología de sus óperas.

A comienzos de los años 90 la carrera de Rappaport conoce un punto de giro radical, en parte por culpa del menguante sistema de financiación del cine indie de verdad (no el de Sundance y la Miramax). Entrega a partir de entonces una fascinante serie de películas de no ficción (son las que se verán en la Mostra) con las que virtualmente inventa un nuevo formato de ensayo fílmico: la crítica de cine hecha con los medios del cine. Rock Hudson’s Home Movies (1992) y From the Journals of Jean Seberg (1995) adoptan la forma de una autobiografía imaginaria de las dos estrellas que figuran en el título: los actores que los encarnan (Eric Farr en el papel de Hudson y Mary Beth Hurt en el de Seberg) se dirigen a cámara y recapitulan su carrera a partir de numerosos clips de sus películas. Pero esto es sólo un original artificio, el pretexto para una reflexión que se establece literalmente sobre las imágenes apropiadas y que va mucho más allá de lo biográfico: llena de digresiones y puntos de fuga, lo que oimos es la voz del propio Rappaport pensando en voz alta sobre cine.

El mismo método utiliza, si bien dentro de un modo en apariencia más convencional, en The Silver Screen: Color Me Lavender (1998), un agudo repaso a la imagen de la homosexualidad en el cine. Por su parte, los mediometrajes Postcards (1990) y Exterior Night (1993) demuestran que Rappaport no ha abandonado del todo lo narrativo, si bien se trata de una narración en segundo grado, que se desarrolla igualmente sobre un fondo de imágenes: las postales que intercambian los protagonistas del primero, y los planos generales vacíos de viejas películas americanas ante los que se colocan los actores del segundo. Hollywood como transparencia, de fondo y al fondo: una metáfora perfecta de la posición de un cineasta que trabaja en la periferia.

Ahora este cineasta neoyorquino de sesentaitantos años dice que ha dejado el oficio pero no le crean al pie de la letra. Sigue siendo un apasionado del cine y su neoyorquinismo de Brooklyn, o del Soho, en donde tenía un amplio apartamento que ha sido escenario de no pocos de sus films, se hace evidente en su humor ácido y su cosmopolitismo. Resulta delicioso hablar de cine con alguien a quien ni de lejos confundiríamos con un cineasta clásico pero que conoce ese tipo de cine mucho mejor que la mayoría de los que lo utilizan como bumerán contra la modernidad. Hablar con él, o en su defecto leer sus magníficos artículos o escuchar su voz interpuesta en los films de remontaje ensayísticos, equivale a verse sumergido pronto en una versión heterodoxa, provocadora y revisionista pero muy apasionada de lo que Godard llamaría la verdadera historia del cine. Es la misma sana iconoclastia que comparece en esos collages que ahora son su principal actividad cinéfila: collages en los que Delphine Seyrig se encuentra en un jardín de Marienbad con el vampiro de Dusseldorf; o Marlon Brando y Janet Leigh, la chica de la ducha de Psicosis, gritan a dúo contra el fondo del valle monumental de los westerns de John Ford. Una historia remontada con los fragmentos de las películas que constituyeron nuestra educación sentimental en el cine.

Antonio Weinrichter