Antofadocs. Un oasis a la puerta del desierto

En Chile, a las puertas del Desierto de Atacama, acaba de nacer en 2012 (pero ya con fértil energía) Antofadocs, Festival Internacional de Documentales de Antofagasta, que este año (tras la experiencia el año pasado de Curtas Vila do Conde) ocupa el espacio expositivo del (S8) con cuatro de los (estimulantes) trabajos premiados en su primera edición. Francisca Fonseca, directora del festival, nos cuenta más sobre este proyecto.

¿Cómo surge la idea de crear el festival? ¿Es una iniciativa independiente, institucional, cuenta con apoyo oficial?

La idea surgió a finales del 2011, donde vislumbramos la necesidad de crear esta plataforma de difusión de cine de no ficción en el norte de Chile. Nos reunimos varias personas que habíamos trabajado en otros festivales, y decidimos lanzarnos con este proyecto, es decir, es una iniciativa independiente que el primer año contó con recursos de la Municipalidad de Antofagasta (Ayuntamiento). Este año ganamos el Fondo Audiovisual Nacional del Consejo de la Cultura y las Artes de Chile.

En el panorama de festivales chilenos y latinoamericanos, ¿qué aporta Antofadocs?

Antofadocs es una plataforma de difusión que está comenzando. Sin embargo, nos hemos dado cuenta lo necesaria que era, no sólo para los realizadores, sino también para la comunidad de la ciudad. Nos preocupa la formación de audiencias, y que puedan llegar al desierto más árido del mundo producciones que si no fuera por el Festival no se podrían conocer, ya que es un cine no comercial. Lamentablemente, en la cadena productiva audiovisual la exhibición y difusión es lo queestá más débil a nivel mundial, por lo que los festivales son necesarios. El año pasado nos llegaron más de 80 trabajos y este hemos superado los 200.

¿Cómo definiríais vuestra línea de programación, vuestra “filosofía”? ¿Qué referentes tenéis a nivel internacional en tanto festival?

Con respecto a la programación, intentamos traer los mejores documentales que están dando vueltaspor festivales como Guadalajara, doc DF, Bafici, DocsBuenos Aires, DocumentaMadrid, y sobre todo siempre estamos atentos al festival Punto de Vista, ya que no nos cerramos a propuestas arriesgadas. Por esta razón estamos felices de poder ser parte del (S8).

Además de por los premios, ¿cuál es el criterio de selección de las piezas que se exhiben en el (S8)?

Los cuatro cortos que exhibiremos en (S8) son propuestas que fueron premiadas. Además reflejan un Chile honesto, con miradas frescas y personajes a través de los cuales podemos construir una identidad del país. Por otro lado, este año abrimos competencia a nuevos lenguajes, lo que nos hizo fijarnos en su muestra, ya que la propuesta que tienen es muy interesante y es cercana al cine experimental que queremos dar a conocer por estos lares.

¿Cómo ha resultado la primera edición del festival? ¿Hay planes, ajustes, novedades para la próxima edición?

Ha resultado la primera edición un éxito, las salas estuvieron llenas, aunque cada año ese es más grande el desafío: poder llegara la comunidad. Es por eso que este año nos centramos en exhibiciones al aire libre. Por otro lado, la temática central este 2013 es el Patrimonio Cultural Inmaterial, rescatando filmes que produzcan una reflexión sobre la importancia de mirar a nuestro alrededor y reencantarnos con nuestra historia. El país invitado este año es México, nos asociamos aAmbulante y traeremos sus mejores documentales del 2012 y 2013. Además, contaremos gracias a la asociación con el (S8) con trabajos de Lois Patiño, piezas que nunca han sido exhibidas en esta zona del país.

Del 5 al 8 de junio en Contenedor en Los Cantones.

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Entrevista con Ben Rivers y Ben Russell


¿Cómo os conocisteis? ¿Por qué decidís empezar a trabajar juntos?
Rusell: Conocí a Ben en 2006 cuando estaba de gira con otro amigo cercano, también cineasta,
Jonathan Schwartz. Fuimos a Brighton para hacer una proyección en el espacio que Ben estaba
llevando entonces (fue su última proyección) y una semana más tarde vi sus películas en el ICA en
Londres. Curador + Artista = Espíritus Afines. Empezamos a encontrarnos por festivales desde
entonces, y decidimos irnos de gira con un programa llamado We Can not Exist in this World Alone
dos años más tarde por las Antípodas. Empezamos a hablar acerca de colaborar en cine mientras
conducíamos por un brumoso Monte Taranaki en Nueva Zelanda. Nuestro trabajo era lo
suficientemente diferente como para que tuviese sentido trabajar en tandem. Para propulsarnos
mutuamente a territorios completamente nuevos.
Rivers: Es cierto. info

Brakhage sobre Méliès

Sabiendo que las partes negras de la pantalla encendida son realmente las más embrujadas, Georges creó muchas de sus fantasmagóricas foto-apariciones en blanco: sobreexponiendo la imagen incluso, y borroneando sus formas espectrales al sacudir la cámara… creando una contrapeso demonológico; un ejército de sobreimpresiones sobre cada sombra. Los demonios disfrazados de negro que concebía tienden, en su drama filmado, a ser fácilmente derrotados… explotando, usualmente, en una nube de brillante humo blanco.
El héroe de estas películas era usualmente él-mismo-en-fotografía, ataviado en suficiente negro —elesmoquin del showman— como para permitir a su forma-fotográfica moverse mágicamente a través de los planos oscuros de cualquier composición… llevando, como un estandarte, sus reconocibles facciones por cabeza como un héroe llevaría su casco —y aún a veces, oculto tras la barba de un personaje anciano que creó para su yo heroico— y casi siempre en esta encarnación envejecida disfrazado de “tonto”, “bufón”, auténtica presa para, al menos, los diablos disfrazados deuna tonta representación… como si Georges se estuviera ofreciendo a los demonios o tentando al Diablo con su yo anciano (una trampa, quizás, tomada del Fausto de Goethe con su humanamente feliz final). Ciertamente Georges tomaba prestadas las trampas de la conversación de todo hombre occidental con los demonios en una lucha de fuego con fuego: fuego blanco con fuego negro. Pero porque cualquier monstruosidad real parecía habitar, para Georges, cada área de la forma visual —cualquier atisbo de línea que hacía la imagen reconocible— su guerra se extendía naturalmente contra cada ser y objeto filmado… siendo la única seguridad de su yo-heroico su habilidad para convertir una cosa en otra; especialmente en alguna masa blanca… la única arma heroica, entonces, era la varita mágica: y el medio definitivo para Georges de ayudar a su yo heroico era su habilidad para transformar toda la estructura del campo de batalla en cualquier momento en el que el “andar” se volviese demasiado duro. Fue esta última necesidad la que lo llevó a hacer el primer corte en la historia del cine —el empalme de un trozo de una secuencia de “fotogramas” de celuloide a otro. Laverdadera naturaleza de la guerra, sin embargo, empezó a cambiar en medio de la carrera de Georges como cineasta. Si cada imagen de forma reconocible era “refugio” para demonios, los objetos estáticos del fotograma se convirtieron en la fortaleza del enemigo. Cada cosa inmóvil era, después de todo, una cosa en decadencia. Y si tenía lineas y sombreado (fuerzas oscuras agazapadas), rápidamente quedaba embrujado: incluso la imagen del sol —principal fuente de luz—requería sólo las líneas de una “cara” para enemistarse con cualquier cosa más puramente blanca. La luna, casi un sinónimo de la pantalla de cine, obsesionaba a Georges particularmente porque su representación pedía una “cara”… lo que llevó a Georges a sospechar cósmicamente de cada luz del cielo: ¿no eran todas las estrellas —como los primeros escudriñadores de astros las habían visto— simplemente destellos que vagamente sugerían las formas de enormes criaturas negras? Porque Georges percibía a todos los objetos fotografiados estáticamente como fuerzas diabólicas, sentía como cineasta la necesidad de mantener todo tan animado como fuese posible (como un anciano llenando una casa vieja con toda la vida posible para mantener a raya a los fantasmas) —ciertamente para mantener a todas las formas humanas en movimiento continuo en contraposición a cualquier “decorado” alrededor de ellas, por así decirlo. Estaba también decidido a dar a los objetos inanimados “caras”… como señales de advertencia de lo que albergan… y luego a menudo para animar aquellas caras. Le inspiraba, como a griegos que vinieron antes que él, el llenar los espacios entre estrellas —con tanto blanco como fuera posible. Todo el sombreado del Renacimiento, con su ilusión de profundidad, también proporcionaba una “tapadera” para sus enemigos: de este modo Georges estaba obsesionado con atacar todas las trampas pictóricas occidentales— la perspectiva del Renacimiento en sí misma: él por lo tanto empezó a concebir las escenas de sus películas como una serie de “planos” en movimiento, que ofrecían el mínimo “punto de fuga” y la máxima relación con la pantalla contra la que eran proyectadas. Esta medida desesperada, a contrapelo del desarrollo visual occidental, le dio a Georges un nuevo campo de batalla (de una calaña que no había sido vista desde que la estética de Florencia derrotó a la de Siena). La naturaleza de la batalla se hizo anamórfica (más que mítica): el movimiento en contra de lo inmóvil: lo rápido contra lo muerto. En cuanto supo que la luna debía tener una cara (más terrible de imaginar en la cara oscura de la luna que cuando se la ve grabada claramente sobre el blanco) también supo que todo lo blanco debía tener sus contornos negros (aunque no necesariamente un sombreado espacial… que minimizaba con luz frontal); y así ideó a sus demonios-disfrazados como agentes dobles… espías de su lado… demostrando, por así decir, la derrota de tal monstruosidad. Georges finalmente llegó a encarnar personalmente al Diablo una y otra vez: y sus brujas vinieron a tomarse la misma venganza que él mismo deseaba. Con magistral complejidad Georges procedió a representar la guerra de espías y contra-espías de visión triunfante. Sus films se convirtieron en anagramas de increíble duplicidad según él abolía más y más poderes de transformación para sí mismo y para su yo-héroe-mago… o bruja… o demonio… o diablo, incluso.

Extracto de la conferencia de Stan Brakhage sobre Méliès recogida en el libro The Brakhage Lectures, editado por Brian Kim Stefans. ubu classics 2004 (Traducción: Elena Duque).

The School of the Art Institute of Chicago info

Jaime Chávarri, Blancanieves y Ginebra

¿Qué te impulsó a rodar Run, Blancanieves, Run?
Sin duda, Mercedes Juste, la protagonista. Era una de mis compañeras de la Escuela. Me gustaba mucho, aunque no se lo dije. Hace unos años, en un festival de cine, volví a verla, y me dijo que en aquella época yo también le gustaba. ¡Y yo sin saberlo! Cuando interpretó a Blancanieves o a Ginebra, lo único que yo podía hacer era acariciarla con la cámara (y desnudarla ante ella, siempre que fuera posible).

Los amigos que en Run, Blancanieves, Run encarnaban a esos peculiares enanitos parecían seguirte en esa pasión callada…
Había más de un enanito que babeaba también por Mercedes. Pero a mí se me notaba menos porque disimulaba colocando los focos o manipulando la cámara. Llevaba muy preparado el guión técnico, aunque no supiera qué era eso ni que se llamase así. Según iba escribiendo el texto, anotaba “plano medio”, “plano corto”, etcétera. Incluso dibujaba storyboards.

¿Qué te interesaba del cuento de Blancanieves?
Era la historia de una actriz, una chica que, cuando llega a lo más alto, descubre la amargura y la soledad del éxito y se convierte en una desalmada… Lo enfoqué como un pastiche. Siempre me apoyaba en un material preexistente, en este caso un cuento infantil. Por otro lado, no era difícil asociar a Mercedes con siete señores enamorados de ella. Mi Blancanieves era una heroína ingénua, pero con un punto “sucio”, porque, para triunfar, dejaba abandonados a sus enanitos. Run, Blancanieves, Run suponía también soñar con un mundo lleno de encanto, como el del “cinema”, término que utilizaba en el film con cierta ironía, aunque fascinado por él. Pero ya empezaba a intuir su dureza.

El personaje interpretado por Mercedes Juste es similar al que encarnará tres años después en Ginebra en los infiernos. Ambas son mujeres con iniciativa propia, que luchan por lo que desean.
Nunca he creído demasiado en la debilidad de la mujer. Me había criado en una familia donde las mujeres nunca tuvieron que apoyarse en el feminismo para hacer lo que querían. En muchas de mis películas, los personajes femeninos se mueven por su cuenta; no hay mujeres subyugadas, porque no lo viví en mi entorno inmediato, aunque eso no significa que el asunto carezca de importancia.

En estos primeros trabajos haces muchos guiños a los géneros. Hay que destacar el uso de la música en Run, Blancanieves, Run. Entre esas regerencias destaca un claro homenaje al cine mudo.
Sí, utilicé temas musicales muy conocidos y que hacían referencia al western, al cine policíaco, a la comedia romántica…Los carteles que aparecen en Run, Blancanieves, Run están copiados de los que utilizaba la productora de Griffith para los rótulos. Los originales tenían una orla parecida, que yo simplifiqué. Lo del cine mudo tenía una explicación: como director, yo necesitaba empezar de cero, comenzaba a balbucear en un mundo desconocido. No podía sonorizar las películas y, en vez de jugar a hacer cine moderno mudo, prefería hacer cine mudo antiguo. Me servía para aprender qué pasaba con los tamaños de plano, hasta dónde se podía entender aquello sin carteles, o en qué lugar debería ponerlos para que se comprendiera la acción. Todos esos trucos me hicieron aprender mucho sobre narrativa.

¿Cómo surgió el proyecto de Ginebra en los infiernos?
El mito artúrico es un tema que siempre me ha interesado: he visto todas las películas, he leído todos los libros y he intentado seguir cuantos descubrimientos se han hecho sobre este asunto. Pensaba cómo hacer una película en la que, sin citar expresamente la leyenda arturiana, reflejara el famoso triángulo de Arturo, Ginebra y Lanzarote. Miré lo más cerca posible y escogí a tres amigos para contar la historia a través de ellos. Por supuesto, no podía prescindir de Mercedes Juste, que sería la protagonista. Completarían el trío Iván Zulueta y Antonio Gasset. Cuando rodé este film ya era alumno de la E.O.C. Algunos de los actores estudiaban también allí. Debo reconocer que esta película tampoco se entendia.

¿Qué supuso la película en tu carrera?
Fue el primer trabajo mío que empezó a verse. La solicitaban los cineclubs, los colegios mayores e incluso la Filmoteca. Aunque era una copia única, en Super 8 y material reversible, viajaba sin cesar. Pasó diez años yendo de un lado a otro, sin sufrir daño alguno. Teniendo en cuenta su formato, se difundió muchísimo. La vieron bastantes personas de la profesión y, de alguna manera, tanto a ella como a Los viajes escolares les debo haber podido rodar El desencanto.

¿Cómo te planteabas este tipo de trabajo? ¿Con un guión acabado?
Sí, lo llevaba todo escrito. De vez en cuando, los actores -sobre todo Zulueta- me decían: “esto no podemos decirlo; es absolutamente ridículo”. Yo les daba la razón y hacía cambios sobre la marcha. Levaba a Emilio Martínez Lázaro como ayudante y, a veces, a Manolo Matji y a Ricardo Franco, que también salen en la película. En aquella época, ya quería mucho a Ricardo. Por eso le di el papel de boxeador que sí aprende a boxear. Y esa escena es precisamente de las que más me gustan de la película.

¿Qué pretendías transmitir?
En Ginebra en los infiernos hay un lado feminista, aunque al rodarla no me lo planteé. Tarde diez años en darme cuenta de que podía tener también esa lectura. Había cosas que quería contar pero que no fui capaz de transmitir; en cambio, aparecían elementos en los que ni siquiera había reparado. En definitiva, ni yo mismo sabía bien de qué trataba. Cuando empiezas no eres consciente de que hay una información que sólo manejas tú, y das por sentado cuestiones que el espectador desconoce. En Ginebra en los infiernos temía ya que alguna historia no se entendiera bien. Me ilusionaba, y a la vez me daba miedo, hacer una cosa que se entendiera, porque me alababan mucho con lo de la ambigüedad y el misterio… Si hubieran descubierto que lo que pasaba era que las cosas no me acababan de salir…

¿Cómo eran aquellos rodajes?
Filmábamos a lo largo de muchísimos meses, cuando tenía dinero para material. Los actores se dejaban barba, les crecía el pelo… Y yo no podía obligarles a nada, porque estaban trabajando gratis. Creo que ninguno pensó que pudiera acabarse algún día. Era una especie de juego.

¿Te preocupaba ya la dirección de actores?
No me enteré de lo que era hasta que trabajé en el teatro, en 1980. Simplemente decía: “Haz esto”, siguiendo mi intuición. No tenía conocimientos, pero sí un gusto: las cosas hechas de una manera me gustaban y hechas de otra no. Si la película era muda, en el guión escribía: “La actriz pone cara de susto y se lleva las manos a los ojos”. Como nadie se lo tomaba muy en serio, pues lo hacían y se iban a casa. Ninguno me acusó de no dirigirlos, de no entender su papel ni de desconocer cuáles eran las motivaciones del personaje. Aquello era sencillamente divertido. Lo que me preocupaba era aprender a contar historias y hacerlo con la menor cantidad de planos posible. Pero no sabía cómo. Hubo una época horrible en la que me obsesioné por los planos secuencia. Fue un sarampión que pasamos muchos realizadores de mi generación, por influencia del cine alemán intelectual y aburridísimo que circulaba entonces por los cineclubs. Yo vivía ya una complicada historia de amor y odio con el cine norteamericano. En cuanto a las preocupaciones técnicas, sencillamente no tenía. Cuando le pasaba algo muy importante al personaje, lo narraba con un primer plano; si iba por la calle, hacía un plano general, para que se viera dónde estaba.

¿Por qué doblaste a los actores en Ginebra en los infiernos?
El sonido del Super 8 lo imponía. Mercedes no vocalizaba aún como una actriz y la calidad del sonido era pésima. Elegí a otra compañera de la escuela, Elena Arnao, para que prestara su voz.

En esos primeros trabajos hay rasgos recurrentes, como el interés por la figura del padre ausente lo la psiquiatría, que volverían a aparece en Los viajes escolares y en El desencanto.
En Ginebra en los infiernos hay una escena importante, que es la del hombre a caballo. Simboliza el miedo y procede, como tantas otras cosas, de mis recuerdos de infancia. Cuando era pequeño, había en casa un libro con cuentos de terror romántico, de tapas de cuero y dibujos en oro titulado Los viajes escolares. Estaba ilustrado con grabados. Uno de los relatos iba acompañado por el dibujo de un hombre con chistera y vestido de negro, al que perseguía el esqueleto de un caballo. Es curioso que, sin darme cuenta, años después reflejara esa imagen en mi película. Nunca leí el cuento entero; tampoco he vuelto a ver el libro. Lo cogía antes de acostarme, para pasar miedo. Recuerdo que, el día que se rodó esa escena, faltaba el actor Leo Anchóriz. Filmé un plano que no se entiende. El personaje del boxeador se enfrenta a sus miedos y se destruye, pero los miedos no habían ido al rodaje. No sé si es suficientemente comprensible. Cada espectador puede intentar seguir un hilo distinto, porque la historia se presta a eso. info