Jun 2, 2011
Este domingo a las 12:00 h en la Antigua Cárcel el (S8) da espacio a una sesión muy especial. Se trata de un taller, impartido por Maria José Rueda, en el que todos los niños que se acerquen por la Mostra podrán descubrir a través de diversas actividades lúdicas y didácticas, el mundo de la pionera de la animación Lotte Reiniger. Al taller le seguirá una sesión familiar con las películas de Reiniger que de seguro conseguirá hechizar tanto a niños como a mayores. Sus animaciones, hechas de manera artesanal con siluetas recortadas que Reiniger fabricaba con maestría, nos llevan por exóticas historias llenas de aventuras y de misterio, protagonizadas por criaturas fabulosas, príncipes, alfombras mágicas y paisajes imposibles.
Reiniger empezó a hacer películas en 1919, y no dejó de hacerlas en toda su vida, en todo un periodo que abarca 60 años. Cuando el cine era aún un arte relativamente joven, Reiniger fue una de las primeras artistas que llevaron la animación un paso más allá, con un trabajo de abrumadora belleza y lirismo, además de una personalidad desbordante. Ya adolescente, Lotte era una apasionada de las marionetas y del cine de Meliés. Consiguió convencer a sus padres para que le permitieran entrar en el grupo de teatro de Max Reinhardt, al que pertenecía Paul Wegener, creador de El Golem. Cuando confeccionaba siluetas en papel de los otros actores del grupo en sus respectivos papeles llamó la atenación de Wegener, con quien trabajaría realizando los subtítulos de la película Der Rattenfänger von Hameln (“El flautista de Hamelín”). Gracias al éxito de su trabajo y a la recomendación de Wegener, consiguió ser admitida en el Institut für Kulturforschung (Instituto de Innovaciones Culturales), un estudio berlinés dedicado a las películas de animación experimentales. Allí realizó su primera película de siluetas, El ornamento del corazón enamorado (1919), la primera de una larga lista en la que sobresale Las Aventuras del Príncipe Achmed, largometraje que le llevó tres años enteros de trabajo estrenado en 1926. Además de llevar a cabo el trabajo paciente de la animación, mantuvo lazos estrechos con los círculos culturales del Berlín de la época: creó el decorado de algunas representaciones en el teatro Volksbühne, conoció a Bertold Brecht y rodó varios cortos publicitarios, además de la infinidad de películas infantiles que creó, y las adaptaciones de diversas óperas. De su film Papageno (1935), Jean Renoir dijo que era el mejor equivalente óptico a la música de Mozart.
Parte de la fuerza de la obra de Reiniger consiste en que, de alguna manera, la evidencia del trabajo hecho a mano resalta aún más la cualidad mágica que lleva en sí un arte como el de la animación. Parece una cuestión de alquimia, prácticamente, el hecho de que unas cartulinas recortadas, objetos inanimados, puedan cobrar vida con la riqueza expresiva de las películas de Reiniger. Preocupada más por la creatividad que por la técnica, su cine sigue la estela del arte milenario de las sombras chinescas. En las antípodas de la estética relamida de Disney, sus films muestran el nervio de la animación en historias que ejercitan la imaginación, y la hacen galopar por misteriosos parajes como si fuese a lomos del caballo mágico de príncipe Achmed.
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